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Notas
que algo sube por tu pierna, algo con demasiadas patitas. Te deshaces
del bicho con un escalofrío que termina en patada. Todo tu cuerpo
está desnudo, sudado, sucio. Te abrazas. Entonces ves que no todo
es oscuridad, que flotan ante ti dos pequeñas esferas luminosas.
Te recuerdan a los ojos de un gato, sólo que mucho, mucho más
grandes y feroces. Sientes que se te erizan los pelos de la nuca, la espalda,
los brazos, las piernas un reflejo automático, heredado de
los antepasados de tus antepasados. El terror a los depredadores. Con
el pánico tu vista se agudiza, o quizás empieza a colarse
más luz entre las hojas, porque ya vislumbras su enorme silueta,
más oscura que el resto del bosque, y te parece ver el destello
de colmillos y garras.
Esta
vez no hay duda de que lo has oído. Y de que esto es una pesadilla.
Te vuelves a tumbar con la intención de dormirte y volver a despertar
en tu propia cama, con tu almohada, tus sábanas, tus cuatro paredes
y tus persianas.
Mientras
tanto, el sol ya penetra en sólidos rayos por las fisuras en el
lejano techo de esta gran caverna viva, despertando los verdes de las
bóvedas, los marrones de las columnas y del suelo, y los rojos,
amarillos, naranjas y azules de las joyas incrustadas y los espíritus
sueltos: flores, hongos, escarabajos, ranas, mariposas, serpientes, aves. De
pronto suena una llamada lejana, como una trompeta, o más bien
una trompa de elefante trompeteando en el corazón de la selva:
Las
orejas de tu guardián felino se tensan. A la primera trompa se
le une otra, y luego otra y otra más, como una serie de clarines
siguiendo una partitura perfectamente ensayada. Los gritos de los pájaros
se vuelven ahora frenéticos, y cambian de tono:
El
gran tigre de bengala, lenta y deliberadamente, se levanta sobre sus patas
delanteras, te muestra una sonrisa llena de cuchillas blancas, y ruge
suavemente:
Antes
de terminar el rugido ya estás en pie y caminando. Eso sí,
torpemente, porque la vegetación te impide avanzar con la elegancia
y majestuosidad de la bestia que te sigue. A
medida que caminas, te das cuenta que a tu paso, a cada lado, se van agrupando
animales que te observan, te escuchan y te olisquean con curiosidad: armadillos,
tapires y jaguares por tierra, simios y reptiles encaramados a los árboles,
pájaros de plumaje multicolor en las alturas, y en todas partes,
insectos. Este público improvisado a cada lado, cada vez más
numeroso, va formando un largo pasillo ante ti que despeja cualquier duda
sobre el camino a tomar. Al mismo tiempo, el murmullo de estos observadores
va creciendo:
Debes
haber aminorado la marcha, porque detrás tuya, el tigre vuelve
a gruñir:
Haces
lo que puedes para abrirte paso entre la maleza. Al
cabo de un rato te fijas que estás llegando a un claro en el bosque.
Se alzan a su entrada dos gigantescos centinelas arbóreos, cada
tronco al menos cinco metros de diámetro y tan alto que se pierde
la cima entre las copas de los otros árboles. Al llegar a estas
torres de madera, descubres que la selva termina aquí abruptamente. Ante
ti se abre un insólito panorama, una especie de anfiteatro flanqueado
por el bosque y con el trasfondo de una playa blanca y el mar azul. Todo
este espacio está repleto de una variadísima fauna, en tal
número y surtido de especies que provocaría el desmayo de
cualquier naturalista: jirafas y coyotes, águilas y marmotas, monos
y caimanes, ratas y rinocerontes, uragallos y vacas, koalas y cormoranes,
mariposas y hienas, murciélagos y lombrices, pandas y hormigas.
Sólo el mismísimo Noe pudo haber presenciado algo parecido. Pero
incluso antes de poder asimilar esta prodigiosa visión, te sacude
algo aún más sorprendente: un repentino y sobrecogedor silencio
general. El formidable barullo que estos miles de criaturas estaban produciendo
ha cesado casi de golpe, precisamente en el momento en el que te has asomado
a este lugar. Todos los ojos, antenas y orejas se orientan en tu dirección.
El único sonido es el de miles de hocicos y narices tratando de
olisquear tu perfume corporal. No cabe duda de que la razón del
silencio eres tú. El
tigre parece haber entendido que se te han agotado las últimas
ganas que podías tener de seguir adelante:
Avanzas
entre la multitud por un estrecho camino, que se dirige a una zona elevada
cerca de la playa, un escenario despejado y vacío. El silencio
va cediendo a un creciente murmullo de croares, cuacs, creecs, píos,
mugidos, gruñidos y gronfidos. A ambos lados de tus pies se apelotonan
pinguinos, liebres, salamandras y otros animalillos, bajo la sombra de
cabezas y cornamentas más altas. En las alturas circulan y se entrecruzan
cientos de aves de todos los colores y tamaños. Notas que, al verte,
un pequeño babuino se abraza a su madre, sus ojos llenos de aprensión.
Más adelante sientes algo viscoso que te golpea en la cabeza alguien
te ha escupido.
El
tigre ruge hacia la muchedumbre, silenciando al anónimo agresor.
Ya
estás al pie del escenario natural, separado del resto del lugar
por un riachuelo repleto de peces, tortugas y culebras que se asoman a
la superficie con evidente curiosidad.
De
un saltito llegas a la otra orilla, y al hacerlo dos elefantes situados
a cada lado del escenario suenan su trompa y anuncian tu llegada:
Estás
en un prado desierto. Sólo Grajesh te acompaña, los demás
animales permaneciendo respetuosamente al otro lado del río. Respiras
más libremente sin tanta criatura a tu alrededor. Ves que el arroyo
que acabas de cruzar flanquea el prado a ambos lados, tras dividirse en
forma de herradura un río principal que serpentea desde una gran
brecha central en la jungla. Te encuentras sobre una isla entre los dos
riachuelos y el mar. Desde
aquí puedes observar la escena en todo su imposible esplendor.
Al otro lado del río, en tres direcciones, se extiende una alfombra
pululante de pelo, plumas y púas, de todos los colores, que llega
hasta el borde del bosque y penetra aun más allá bajo la
sombra de las hojas. De esta alfombra de pieles vivas destacan aquí
y ahí los cuadrúpedos más formidables: los bisontes,
los hipopótamos, las llamas, los rinocerontes, y por supuesto las
girafas y los elefantes. Al
lado opuesto, los dos pequeños arroyos descargan su cauce en el
mar, a cuya superficie se eleva un continuo vaivén de formas escamosas,
peces voladores y colas o jorobas de ballena. De la orilla siguen surgiendo
comitivas de elegantes pingüinos, ordenadas filas de cangrejos y
otros crustáceos, pandillas de focas y alguna que otra gran tortuga
marina. Y más allá te fijas en una gran balsa flotante de
hielo, que sostiene a representantes de las zonas frías del planeta:
osos polares, zorros árticos, renos y morsas. En
el centro del prado, unas grandes piedras se perfilan contra el cielo.
Desde una de ellas salta al suelo un perro Labrador de color miel. Se
te acerca jadeando y agitando su cola alegremente. Entre tanto animal
salvaje, este perro te resulta tan familiar que no te sorprende entender
sus ladridos como si de un lenguaje humano se tratara.
Las
noticias sobre el juicio no parecen muy alentadoras, pero el civilizado
recibimiento de Filos te conforta. El Labrador te lleva a un pequeño
banco de piedra, Grajesh detrás tuya como una gigantesca sombra
naranja. Te sientas y tratas de abrir la boca para presentarte, para agradecerle
a tu abogado, para decir cualquier cosa, pero algo te lo impide. No puedes
hablar. Tus labios permanecen sellados.
Asientes
con la cabeza al identificar a una gran cobra enroscada en el tronco de
un árbol muerto.
Filos
parece notar tu desaliento, y sonríe una gran sonrisa canina, ladeando
su cabeza y mostrando su lengua.
Sobre
el mar aparecen dos columnas de patos, ocas y cisnes que escoltan a un
búho de grandes dimensiones y plumaje blanco. Al acercarse a tierra
la escolta se dispersa hacia el bosque y el búho vuela majestuosamente
hasta el escenario, posándose sobre la roca más amplia y
alta de todas. Filos te deja a solas con tu guardián felino y toma
su puesto sobre una roca más baja a la derecha de Salomón,
frente al tronco muerto de Kali, situado a la izquierda. Salomón
es un búho de las nieves, casi totalmente blanco exceptuando algunos
detalles totalmente negros: su pico, sus ojos, sus garras y alguna que
otra mota en la parte inferior del cuerpo. Gira su cabeza hacia el fiscal,
y susurra unas palabras hacia Kali. Luego la gira ciento ochenta grados
y dirige otro discreto saludo a Filos. Finalmente se dirige al público:
Salomón,
con un gesto de las alas, da permiso al público para que se acomoden.
Las aves y los monos se colocan en sus palcos arbóreos, los cuadrúpedos
se sientan o se reclinan en la platea y los insectos y pequeños
roedores y reptiles buscan una buena perspectiva sobre algún otro
animal. Al lado tuyo, el tigre arquea la espalda con un grave gimoteo
de placer y se coloca en postura de esfinge. El búho retrae sus
alas, espera a que el público se acalle, y sólo entonces
inicia su discurso:
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